Aunque hace relativamente pocos años que Italia se constituyó en entidad política unificada, en 1861, su emplazamiento estratégico en el Mediterráneo la convirtió en objetivo de colonizadores y ambiciosos conquistadores desde los orígenes de la historia de la humanidad. Los etruscos fueron la primera civilización en llegar (siglo VIII a.C.) y se expandieron por el norte; mientras que las colonias griegas se instalaron en el sureste de la península, transformando sus colonias en ciudades-estado que en su conjunto fueron conocidas como Magna Grecia. A partir del siglo IV a.C. Roma conquistó progresivamente el territorio y a todos los pueblos que habitaban; éstos se sometieron al poderoso Imperio Romano, y poco a poco sus culturas y lenguas propias fueron cediendo ante el latín.
La primera república romana se fundó en 509 a.C. bajo el dogma de la democracia, el latín y como uno de los mayores imperios de todos los tiempos. La victoria ante la república de Cartago (cerca de la actual Túnez) y la Macedonia helena durante las tres guerras púnicas abrieron el Imperio a su expansión por la península Ibérica, las islas Británicas, África del Norte y el actual territorio iraquí.
Paralelamente, una relativa paz interna posibilitó el desarrollo de las infraestructuras de la civilización romana con la construcción de carreteras, acueductos, ciudadelas y otras obras de ingeniería. El estilo de vida basado en la esclavitud y la economía triunfó sobre el concepto de democracia; los militares y, finalmente, los dictadores fueron apoderándose paulatinamente del poder de la república.
El Imperio se dividió en Oriental, con capital en Constantinopla, y Occidental, con capital en Ravena. Aún así, las disputas e intrigas de la realeza desembocarían en la destrucción final del Imperio Romano. En el año 313, Constantino adoptó el cristianismo, y Constantinopla (actual Estambul) pasó a ser la capital. Occidente sufrió las invasiones tribales del norte, y en 476 cayó Rómulo Augústulo, el último emperador romano. Por su parte, Oriente vivió una época de prosperidad hasta la invasión de los turcos, en 1453.
Italia, bajo el dominio de los godos, se adentró en un período de ostracismo, conocido como la época oscura. Lombardos, francos, bizantinos y germanos invadieron la península; esta época culminó en el año 800, cuando el franco Carlomagno se proclamó rey de los lombardos y se hizo coronar emperador por el papa León III. Normandos y, sobre todo, sarracenos saquearon y conquistaron diferentes zonas del territorio; y los musulmanes dominaron el sur hasta que los primeros les expulsaron. Este período de invasiones y conquistas finalizó cuando en 962 el rey germano Otón I se hizo coronar emperador de Roma por el papa Juan XII, originándose el Sacro Imperio Romano-Germánico.
En el siglo XII, a medida que Italia se preparaba para abarcar un gran capítulo de la historia, surgieron en el norte ciudades-estado emprendedoras y competitivas que obedecían, bien al Papado (gibelinos), bien al Sacro Imperio Romano-Germánico (güelfos). El nacimiento de las ciudades y de los grandes mercaderes durante el siglo XIII culminó en el Renacimiento del siglo XV. Pintores, arquitectos, poetas, filósofos y escultores crearon insuperables obras de arte, a pesar de la conflictiva situación que se vivía a causa de un feudalismo poco consolidado y la proliferación de ciudades-estado. Durante los dos siglos siguientes, las coronas europeas se disputaron la península. España y, más tarde, Austria controlaron la península durante los siglos siguientes, hasta que el ejército napoleónico invadió el territorio italiano en 1796.
La reestructuración posnapoleónica condujo directamente al deseo de reunificación del siglo XIX dirigido por Garibaldi, Cavour y Mazzini. En 1861 se declaró el reino de Italia, aunque la liberación de Venecia, en poder de los austriacos, no fue posible hasta 1866 y las protestas papales persistieron hasta el año 1870. A pesar de la unificación, las diferencias sociales y culturales que separaban al industrializado norte del menesteroso sur eran abismales. La crisis económica y la inestabilidad política se generalizaron a lo largo de las siguientes décadas, cuando Italia finalmente se unió a los aliados en la I Guerra Mundial y se generaba una agitación obrera a principios de los años veinte. Tras la Marcha sobre Roma que Mussolini organizó en octubre de 1922, el rey Víctor Manuel III encargó al líder fascista que formara gobierno. Como jefe de gobierno, el Duce declaró ilegal la oposición, controló la prensa y los sindicatos y recortó el sufragio en dos terceras partes. Su alianza con Hitler finalizó cuando los aliados expulsaron a los alemanes de Italia y culminó en un drástico ajusticiamiento de los partisanos a Mussolini el 28 de abril de 1945.
Los años de la posguerra se caracterizan por las constantes crisis política y económica, el asedio de las Brigadas Rojas, la mafia, la corrupción y los sobornos. La hegemonía de la Democracia Cristiana finalizó en 1983 con los nombramientos del republicano Giovanni Spadolini (1981) y del socialista Bettino Craxi (1983). Con la elección de Massimo D’Alema en 1998 se formó una coalición de centro-izquierda que incluía a los comunistas por primera vez en cincuenta años. Sin embargo, en abril de 2000 D’Alema dimitió tras unos resultados decepcionantes en las elecciones regionales y su sustituto, Giuliano Amato, fue investido primer ministro del gobierno número 58 desde la II Guerra Mundial. En las elecciones generales celebradas el 13 de mayo de 2001 Silvio Berlusconi, líder del partido de centro-derecha Forza Italia y magnate de los medios de comunicación, venció, convirtiéndose en el presidente del país hasta el año 2006, en el que fue relevado por Romano Prodi. En la actualidad, Silvio Berlusconi vuelve a ser el primer ministro de la República Italiana.