El descubrimiento de Nueva Zelanda en el año 950 d.C. ha sido atribuido al navegante polinesio Kupe, que la bautizó como Aotearoa (tierra de la larga nube blanca). Siglos más tarde, alrededor del año 1350 d.C., se produjo una gran ola migratoria procedente de la tierra de Kupe (Hawaiki) que, siguiendo las instrucciones de navegación del mismo, arribó a Nueva Zelanda; suplantaron o se mezclaron con los pobladores anteriores. Su civilización, jerárquica y sanguinaria, se desarrolló durante siglos sin recibir ninguna influencia exterior discernible.
En 1642, el explorador neerlandés Abel Tasman efectuó un breve viaje por la costa occidental neozelandesa. Sus intentos de permanecer en el país durante más tiempo se vieron frustrados porque parte de su tripulación fue asesinada y devorada. En 1769, el capitán James Cook circunnavegó las dos islas principales a bordo del Endeavour. Sus primeros contactos con la civilización maorí tampoco resultaron cordiales, pero Cook, impresionado por el espíritu y valentía de los aborígenes, se aseguró la incorporación de esta tierra con potencial a la corona británica antes de partir rumbo a Australia.
Cuando los británicos iniciaron su colonización de las antípodas, Nueva Zelanda estaba considerada una ramificación de la empresa australiana de ballenas y focas; de hecho, el país se mantuvo bajo la jurisdicción de Nueva Gales del Sur entre 1839 y 1841. Sin embargo, el asentamiento europeo en la zona propició de inmediato diversos problemas, y fue necesario establecer con urgencia una política de distribución de la tierra entre los colonos (pakeha) y los maoríes. En 1840 se firmó el tratado de Waitangi, por el cual los maoríes cedían la soberanía del país a Gran Bretaña a cambio de su protección y de la garantía de la posesión de sus tierras. Pero las relaciones entre maoríes y pakehas se deterioraron, ya que los primeros estaban muy alarmados por el efecto que los segundos ejercían sobre su sociedad y estos últimos no respetaban los derechos de los maoríes que se habían perfilado en el tratado. En 1860 se declaró una guerra entre ambos, que se alargó durante gran parte de esa década hasta la derrota del pueblo maorí.
A finales del siglo XIX, se respiraba una relativa paz. El hallazgo de oro había generado prosperidad y, junto al desarrollo de la ganadería lanar a gran escala, generó seguridad en el país. Su reputación como nación comprometida con las reformas igualitarias se consolidó con cambios sociales, como el derecho al voto de la mujer, la seguridad social, la promoción de los sindicatos y la creación de servicios infantiles.
En 1907 se concedía a Nueva Zelanda la condición de dominio dentro del imperio británico y, en 1931, se reconocía su independencia, aunque formalmente no fuera proclamada hasta 1947. La economía se mantuvo pujante hasta la recesión mundial de los años ochenta, cuando el desempleo aumentó considerablemente. En la actualidad, la situación económica se ha estabilizado, en gran parte debido a la recuperación de las exportaciones. A mediados de la década de 1980, Nueva Zelanda fue aplaudida internacionalmente por su postura antinuclear, a pesar de que supusiera un desacuerdo con Estados Unidos, y por su oposición a las pruebas nucleares francesas en el Pacífico, que Francia contraatacó destrozando el barco Rainbow Warrior de la organización ecologista Greenpeace cuando éste llegó al puerto de Auckland.
Actualmente, la población maorí está creciendo con más rapidez que la pakeha, y el resurgir del Maoritanga ha impactado en la sociedad neozelandesa. El aspecto cultural más alentador se basa en la mejora de las relaciones entre maoríes y pakehas: en 1985, se produjo la revisión del tratado de Waitangi, que comportó una serie de compensaciones económicas a las tribus maoríes cuyas tierras habían sido confiscadas injustamente. Sin embargo, la última propuesta del gobierno neozelandés provocó diversas movilizaciones por parte de los maoríes, que llegaron a interrumpir celebraciones y acontecimientos, ocuparon las tierras reclamadas, bloquearon las carreteras con barricadas e incluso introdujeron una almádena en la Copa de América y amenazaron con estallar el parlamento nacional. Este malestar social conmocionó a los neozelandeses y situó la reconciliación nacional como prioridad en la agenda política. Aunque las relaciones raciales se han restablecido, el tema sigue siendo de vital importancia.