Hay pocas cosas que perturben la paz de la comunidad más acogedora y políticamente correcta de la península Escandinava, cuyos habitantes, descendientes de los vikingos, han tenido que enterrar sus cuernos y dejar su huella de forma más civilizada. La respuesta danesa ha sido inventar el juego del Lego, convertirse en el miembro más reservado de la Unión Europea, proporcionar jugadores de fútbol de gran talento y animar durante el Tour de Francia de 1996 a su compatriota Bjarne Riis, que vestía el maillot amarillo. Su fama continúa gracias a sus pasteles de hojaldre, que hacen las delicias de los golosos.
Copenhague, capital de Dinamarca y ciudad de juguete, es una trampa de persuasión, con sus ropas siempre limpias, su lacio grunge al borde de la fanfarronada y sus educados ciudadanos de nombres como Jens, Hans y Neils, que se abren paso a codazos. Con toda la diversión que produce este festival de islas, la fama de Dinamarca de ser el país con menos riesgo de bancarrota bien merece una felicitación y un brindis por parte del viajero.